Lo sabes tú, lo sé yo y lo saben Sebastien Loeb y Ogier, por mucho que les gustase el Rallye de Alsacia, el de «su casa». La prueba de Francia siempre ha sido, es y será el mítico Tour de Corse, el rallye de las 1.000 curvas, como era conocido. Siento decir que su «hermano peninsular», con instalaciones más que aceptables para público y pilotos, bien organizado y con sitios que dan fotos preciosas, no tenía la misma personalidad.
Tuve la suerte de estar allí cuando formaba parte del calendario del WRC por derecho propio y nadie se cuestionaba su continuidad. Era una de las citas que todos los pilotos querían ganar, al menos, una vez en su carrera deportiva. Ya no se recorría la isla de punta a punta -de ahí que empezara denominándose «tour»-, pero seguía conservando su encanto. Obtener un buen resultado en una prueba tan técnica y exigente era un orgullo.
No he vivido lo mismo en Alsacia. Por supuesto, cualquier tramo es duro de por sí y te obliga a darlo todo, vaya eso por delante, pero el recorrido de este rallye, que atraviesa vistosos pueblecitos galos (incluso demasiados, diría yo), no tiene nada que ver con las carreteras que bordean los acantilados corsos.
Esto es un problema para el público. Me explico: si el comisario de turno insiste en que no puedes ponerte ahí, es que no puedes. Ni en Alsacia, ni en Córcega, ni en ninguna prueba del mundo. Es por tu seguridad y por la de los demás; eso está por encima de todo. Pero los corsos no ladran. No lo necesitan, ya que te explican que puedes ir 200 metros más lejos y encontrar otra curva, otro cruce, otro sector muy similar al que querías ver. Como tú también eres consciente de ese hecho, es cuestión de desplazarse un poco… y todos tan amigos.
En Alsacia, no. Allí te encajonan en una de las calles del pueblo o en un margen de la carretera y la gente empieza a acumularse detrás de las cintas. Si no llevas una escalera, olvídate de ver algo decente. Una familia con niños está perdida si quiere disfrutar de un tramo… A menos que plante una tienda de campaña la noche anterior y reclame como suyo ese trozo de terreno. Y lo defenderá con uñas y dientes: he visto franceses que prohibían pasar por debajo de su carpa o o atravesar el medio metro cuadrado que ocupaban con sus mochilas a sus compatriotas, aficionados como él que simplemente pretendían cruzar al otro lado. Una madre pidió permiso a los propietarios de un prado vallado para que su hijo se quedara en un repecho, fuera de la verja, que estaba en alto. Así, el pequeño no correría peligro y vería mejor los coches. Déjame repetir que el área que pretendía ocupar estaba EN EL EXTERIOR DE LA VALLA. La dijeron que no.
Mi desencanto fue evidente al volver. Me habían advertido que en Alsacia se aunaba «lo peor de los dos mundos»: la rigidez alemana y los aires de superioridad franceses… Ese tópico, la simplificación fácil, por suerte, no sirve, no en todos sus aspectos. Es una cita cómoda para la prensa, con buenas instalaciones. Pero resulta que los rallyes viven del público y en Alsacia no se le trata con mimo. Regresé pensando algo que nunca habría dicho de una prueba del Mundial: «no volvería allí». Pero sí a Córcega. Ya estoy haciendo las maletas.