24 de enero de 2010. Estamos a 1.706 metros de altura y a ambos lados del Col de Turini hay un metro de nieve, aunque no sobre el asfalto a causa de un sol resplandeciente y un cielo limpio y azul. No, no va a haber ningún duelo ni me hace falta la música de Ennio Morricone, ‘Por un puñado de dólares’… . Me tienden un balaclava negro, me pongo el casco sin auriculares y me ajusto el arnés de seis puntos del asiento del copiloto de un Audi Quattro A2, decorado en amarillo y blanco, los colores de la marca de cigarrillos HB y la triple banda marrón oscura, gris ceniza y roja de Audi Sport y que porta la matrícula IN-NR 64 más una ‘targa’ roja con el número 1 de participante en el Rallye de Montecarlo de 1984 (¡traición!, la matrícula debería haber sido la IN-NX 47, ya que esta corresponde a la unidad ganadora en Suecia de la mano de Stig Blomqvist!).
A mi izquierda una persona alta y enjuta concentrada en llevar el motor a su correcta temperatura de funcionamiento. No me atrevo a abrir la boca mientras esperamos vía libre para descender hacia Moulinet, en el sentido contrario al habitual, justo en el que le vi correr por primera vez en 1979 al volante de un Fiat 131 Abarth. Finalmente, ensarta la primera mientras descendemos y se apodera del habitáculo un fuerte olor a gasolina. Menos mal que esta vez me he puesto el balaclava tapándome la nariz, pienso. Pero no me atrevo a mirarle ni preguntar la causa. Estoy haciendo de ‘paquete’ a uno de mis ídolos de juventud. Cierro los ojos, abro los ojos, ¡es él!, sus facciones son casi las mismas, mismo pelo y mismo color. O cual Dorian Grey tiene un cuadro colgado en algún sitio que envejece por él o tengo que refrescar mi memoria mirando mis fotos suyas de la época.
La nieve casi se ha fundido incluso en las zonas de sombra. Tres o cuatro kilómetros después llegamos al punto de cierre y empieza el espectáculo. El Audi Quattro A2 con motor de cinco cilindros, turboalimentado, 360 CV sin brida ni nada que se le parezca, tan solo lleva ruedas de contacto. El piloto se emplea, aunque en las horquillas el paso sea de tortuga al no poder emplear el freno de mano dado las limitaciones de su prehistórica tracción total, pero acelera a fondo cuando alguna de las aletas traseras lleva camino de rozar la pared. Llegamos al Col ya sin pisar gas a fondo: derecha, cincuenta metros e izquierda. No hay flashes, ni bolas de nieve ni griterío, pero eso a mí me da igual.
A Walter Rohrl no pude verle en sus dos únicas actuaciones en España, en el Rallye Firestone de 1974 que ganó ni en el Costa Brava de un año después donde acabó cuarto, pese a sufrir un accidente en los entrenamientos al encontrarse de cara con Antonio Zanini, optando el alemán por la cuneta antes de chocar. Era en la época en la que perseguía el título continental con su Opel Ascona, poco antes de imponerse por primera vez en el Mundial, en el Rally Acrópolis con 36 minutos de ventaja frente a los Lancia Stratos de Bjorn Waldegaard y Lele Pinto.
Alto, pero delgado como un fideo lo que le ayudó previa contorsión alojarse en un Lancia Stratos, claro y preciso en sus declaraciones gustaran o no, eso en lo personal. Seminarista, chofer de un obispo, profesor de esquí, experto en la puesta a punto de los últimos modelos de Porsche sobre la pista del Nurburgring, pasando por ser doble campeón del mundo de rallyes en 1980 y 1982, en lo profesional. Walter Rohrl era y es todo un mito.
Con su estilo de conducción tipo circuito, donde tampoco fue manco al volante de los Lancia Beta Montecarlo o el Porsche 935, el piloto bávaro fue la antítesis de la escuela finlandesa. Buscaba siempre la perfección con un estilo donde utilizaba sistemáticamente toda la anchura de la carretera, buscando las trayectorias tipo circuito, ampliando el límite de las derivas aún a costa del espectáculo. Pero eso no le privó de la fidelidad y apoyo de los ‘tifosi’. Gracias a ello fue capaz de lograr un récord del que ni siquiera todo un Sebastien Loeb puede presumir y posiblemente acceder: imponerse en el Rallye de Montecarlo con cuatro tipos de vehículos distintos, Fiat 131 Abarth, Opel Ascona 400, Lancia 037 Rally y Audi Quattro A2, sin importar que tracción fuera trasera o total, el motor delantero o central. O de infringir en el Rallye de Portugal de 1980 un serio correctivo, 3m 48s, a todo un Bjorn Waldegaard y su Ford Escort RS bajo una niebla que se cortaba con cuchillo a lo largo de los 46 kilómetros del tramo de Arganil. Merced a esa precisión de la que hacía gala, Walter Rohrl fue reconocido ‘en activo´ como el mejor piloto de rallyes del momento. Y ello pese a su aversión a algunas pruebas clásicas, quizá demasiado especializadas para su gusto, como el RAC Rally y Suecia o el Rallye de los 1000 Lagos donde ni siquiera llegó a participar. Sentados tranquilamente en el Audi Quattro como único pasajero ese día tras la huelga de Air France que había dejado en tierra a los colegas de Madrid, Walter me reconocía: “Markku quería que entrenase con él los saltos, pasando primero despacio en busca de radares y luego haciendo quince o veinte pasadas. En Suecia lo mismo, aunque allí corrí dos veces siendo tercero en la primera con el Opel Ascona 400. Para ir rápido había que apoyar el coche en los muros de nieve y eso para mí era sinónimo de accidente. Por esa causa les ganaba tan fácilmente a los pilotos nórdicos en la nieve del Montecarlo”.
Su orgullo, su franqueza en algunas de sus declaraciones, le valieron no pocas enemistades, sobre todo cuando en 1982 tuvo como máxima adversaria a una mujer como Michèlle Mouton. En la cena en el hotel ‘Trois Vallées’, con nueve kartoffen y un españolito incapaz de comprender la lengua de Goethe, Walter desmonta las afirmaciones sobre su personalidad: es obviamente el centro de atención contando anécdotas, incluso sobre Monika su mujer, y riéndose sanamente de sus propios chistes.
Al final, tras su espectacular victoria en el Rallye de Sanremo de 1985 con el Audi Sport Quattro E2 frente a los todopoderosos Peugeot 205 Turbo 16, la supresión de los Grupo B, una esposa que reclamaba su compañía a quien no le gustaba la profesión de su marido y la tranquilidad de la campiña de su Regensburg natal acabaron retirando al “Gran Walter” antes de lo que muchos hubieran deseado. Quizá incluso él mismo.
Esteban Delgado
*Hiperfocal: Dícese de la distancia más corta a la que puede enfocarse un objetivo de forma que su profundidad de campo se extienda hasta el infinito.